Cinco Kilos de Mierda

CINCO KILOS DE MIERDA

QUINTA PARTE

No puedes ser honrado en un mundo de ladrones, menos si dicen que el que roba a un ladrón tiene cien años de perdón.

Hacía un frío que cortaba los pensamientos, hasta las farolas parecían querer irse con esa luz tenue amortiguada por la negra cúpula, la calle parecía un cementerio, lóbrega y desolada, no sé qué hacía allí esa noche.

El calefactor del coche no funcionaba correctamente, tenía los pies helados, pero aún así, estaba plantado en la parada como un pedigüeño; sí, no me mires así, mi mente carburaba poco en aquella época.

El crimen no descansa y a eso de la una, era pronto ese día, el pijo apareció con sus guantes de piel forrados, su gorra clásica de paño de lana y una chupa de cuero con pelo de borrego en el cuello impresionante.

-        No vuelvas esta noche, con este frío hay poco movimiento.

-        Vale; ¿El paquete va donde siempre?

-        No, esta vez llévalo a casa del viejo.

Me dio la dirección y mis doscientos machacantes, salí disparado hacia el destino con alegría, como el currante que está satisfecho con su trabajo y su jefe. Al llegar, la entrada al edificio estaba abierta, subí directo al ático del maricón y su bastón, llegué justo a tiempo, la puerta no estaba cerrada y tras ella se mantenía una conversación; no iba a dejar de escucharla ni por todo el oro del mundo, bueno por eso sí -ya se, ya se, al grano-.

“La cosa está jodía, ya no podemos cambiar los paquetes en el depósito como antes; han colocado a un sargento nuevo, un hijoputa de academia”, decía la voz bronca y avinagrada del veterano agente, inconfundible para mí. El viejo le dio un papelito y ladeó la cabeza mientras dijo: “ya sabéis cómo funciona el tema, el agua tiene que seguir fluyendo”. Odiaba esa voz tenue, enigmática y plana que sonaba a cura pervertido de confesionario. De repente la puerta acabó de abrirse y a mí me cogió de frente; allí estaba con mi paquete para entregar y una cara de “yo no he sido” que delata hasta al más inocente de los mortales.

-        Hombre, el amigo taxista, o será el amigo vigilante; hoy es tu gran noche, vamos a dar un paseíto.

-        No pongas esa cara coño, que nos vamos de juerga; a follar y matar gente, como a ti te gusta.

Parecían una pareja de esas cómicas que tienen el guión de sus frases aprendido, una especie de Cruz y Raya de las fuerzas de orden público, supongo que es parte de su trabajo, entre cómico y trágico, una herramienta psicológica para mí sin gracia, para ellos con mucha, pues se partieron el culo sin pudor.

Se despidieron del viejo gay garantizando una solución al problema. Con esas insinuaciones estaba con la mosca detrás de la oreja, la falta de información me hacía pensar que yo podía ser una de las molestias que había que solventar, por lo ocurrido con la exuberante.

Los dos me echaron el brazo por el hombro perfectamente sincronizados, parecíamos los Tres Amigos, inseparables que se van de fiesta, pero yo notaba la presión de sus cuerpos de forma intimidatoria, como nadie mejor que estos tipos sabe ejercerla, porque al hacerlo seguro que se les ponía dura; consumar ese poder maléfico de control sobre otro ser humano, a quién no le excita el ego.

-        ¿A dónde vamos?

-        A divertirnos un poco, vigilante.

-        Joder deja ya de llamarme así, ¿a qué viene lo de vigilante?

-        No sería bueno en mi trabajo si no tuviese controlado el perímetro a cada segundo; en la cafetería cantabas más que el sobaco un mono. ¿Qué cojones hacías allí?

La cosa se ponía tensa, uno delante y el otro detrás definían perfectamente la situación; la respuesta tenía que ser la verdad.

-        La cuestión es simple, estaba acojonado tras lo que pasó en el parque y tenía que ver si podría conseguir ayuda si el asunto se complica.

-        Ponte contra la pared y no te muevas. Cachéalo, a ver si lleva grabadora. Comprueba que no sea un chivato y nos la esté pegando con sus maneras de ingenuo.

El más joven me registró con la habilidad de un experto y me sondeó como si sus manos tuviesen rayos x, no dejó ni un resquicio, ni un bulto por manosear, poco le importaba el sitio, lo importante era su seguridad y lo dejaron claro al tratarme sin miramientos, como a un chorizo cualquiera de las calles. 

-        Está limpio.

-       Pues entonces, pelillos a la mar, eres nuestro mejor conductor, así que nos vamos a disfrutar de una velada inolvidable, vamos al taxi.

-        ¿No vamos con vuestro coche?

-        ¿Con el coche oficial de jarana?, no seas inocente hombre.

Tras las palabras del novato el veterano sonrió y me miró con cara de vacile, como si el comentario de su compañero fuese una excusa barata, un quede callejero.

Nos montamos en el vehículo, el veterano al volante, el novato de paquete y yo de copiloto, decía que él era el único que conducía, que si había que matarse en un accidente sería provocado por sus manos, es como si quisiera ser dueño de su destino en todo momento, hasta en detalles nimios.  No paraba de darme consejos, sobre todo lo relacionado con la exuberante, tenía claro que la tía era gafe y una descerebrada, así que insistió en que mi contacto con ella fuese el imprescindible, no sólo porque era un mal bicho, sino porque se la estaba beneficiando el personaje, “y a ese hay que mantenerlo contento”, dijo.

-        Me caes bien taxista, por eso te lo digo, a esa puta le quedan dos telediarios; si no se la carga alguien, se matará ella un día de estos con un mal chute, y reguarras hay a patadas, y más limpias que esa. No me gustaría que me diesen el encargo de darte una advertencia sobre el tema, tú ya me entiendes.

Allí estaba, tragándome su discurso como si fuese una buena persona que vela por el interés ajeno, era tan absurdo como el camino que había elegido mi insensatez.

               Creía que iríamos a uno de esos clubs elegantes de chicas de lujo, pero cada vez que nos alejábamos más y más de Madrid el acojono aumentaba con la distancia. Salimos en dirección Zaragoza por la autopista, no paraban de hablar como dos viejas cotorras contando anécdotas y otras trivialidades, discutían por todo, y el novato siempre terminaba dándole la razón al otro,  yo parecía que me hubiese quedado mudo, hasta que de pronto el veterano volvió a analizarme como si fuese el mejor discípulo de Freud.

-        ¿Qué te ocurre compañero, te veo extraño, nervioso, amedrentado?

-        Esta incertidumbre me está matando, no sé dónde vamos y ni a qué, como comprenderás es bastante extraño.

-        Pero si te lo he dicho, que vamos de jarana, joder.

La explicación del novato era como apagar con gasolina un fuego, no solo no me calmaba, sino que cada vez que abría la boca me dejaba peor cuerpo; sobre todo cuando me dijo “compañero”, sabía bien que a estos no le gustan los tríos.

A las dos horas de pisarle a tope al acelerador, el veterano sacó el papelito que le dio el viejo gay y tomó el desvío por la nacional segunda hacia Calatayud, antes de entrar en el pueblo, unas luces de neón rojas le indicaron sin dudas como llegar al Club de carretera que estábamos buscando, uno muy particular y concreto.

-        ¿Es ese?

-        Sí.

-        ¿Estás seguro? Mira lo que pasó la última vez.

-        Que sí coño, no seas pesado, aquí está “La nube roja”. – Dijo mostrando el papel-

-        Vale, vale, tú mandas.

La discusión fue corta y clara, salimos del vehículo, el viento helado realzaba el vaho que salía de la nariz o la boca cada vez que exhalabas el aliento, no había ni un alma en el aparcamiento, tan sólo un camionero con su remolque reponiéndose del trajín de tanta carretera, todo estaba calculado, el día, la hora y el lugar.

-        Vamos allá.

Tras la dosis de ánimo -o la orden, según se mire- del que dirigía mi destino en aquel momento, entramos en el garito como si fuésemos a la juerga de nuestra vida; cruzar la puerta supuso el espaldarazo definitivo al cualquier intento de vuelta al pasado, cruzar el umbral del local me introdujo sin reservas en el “país de los bajos fondos”.

-        Esto está más muerto que vivo. – Dijo el novato-

-        Con unos cuantos verdes bailan hasta los taburetes. – Replicó el veterano-

La entrada fue triunfal, una esperanza de salvar la desaliñada velada para los presentes, así que las tres señoritas de la barra, el camarero con cara de ex boxeador y un tipo recio y grande que estaba en un rincón nos miraron con ojos desbocados, las mujeres fastidiadas seguramente por alterar un día de paz que el frío hacía sosegado y aburrido, y los hombres con codicia por ver que por fin la caja se llenaría con algún billete.

Nos sentamos en una mesa junto a un rincón, cogieron las sillas y las colocaron contra la pared para tener sus espaldas cubiertas, como “Búfalo Bill” Cody en sus mejores tiempos, como si la escena estuviese sacada de una película de vaqueros en el que el único fuera de plano era yo; un secundario que muere en las primeras de cambio, así me sentía.

-        ¡Señor camarero!, por favor, una botellita de Chivas y tres vasos, gracias.

El pedido se hacía con una educación insólita y desacostumbrada, cada gesto, manera o frase me dejaba más atónito, no sabía si le vacilaban al empleado o todo era un patrón predeterminado que buscaba un fin; pronto lo sabría.

Las chicas no tardaron en acercarse, en cuanto el grandullón les hizo una señal con la cabeza; parecía que decía “ahí tenéis trabajo, a por ellos”.

-        Está esto un poquito aburridito, ¿no?

-        Con el frío los rabos no salen ni para mear, además hoy es lunes. –Respondió la más locuaz –

-        Cariño, hasta para ser una puta, hay que tener cierta clase; lárgate y que venga otra.

-        Como te pones, señor estirado.

-        Ya te estás largando con la música a otra parte.

El incidente no pasó a mayores, la fulana fue a darle explicaciones al grandullón y se marchó por uno de los pasillos, enseguida apareció su relevo, una morena de cadera estrecha, piernas largas y ojos color ámbar que le daba un aire místico, primitivo y salvaje.

-        Cada oveja con su pareja, te tocó la negrita taxista, estos subsaharianos no se saben que cosas raras traen del otro lado del “charco”.

El veterano agente tenía que ser de la vieja escuela, de esos que han mamado el machismo, el racismo y la intolerancia en su formación y en su trabajo de forma cotidiana y lógica, como si ese fuese el estado natural de las cosas, de las relaciones entre los hombres; de los que pensaba que cualquier tiempo pasado fue mejor; en su mundo sería de este modo, en el mío no, así que emparejarme con las preciosa de ébano fue un regalo inesperado; sonreí, ella lo advirtió, y la diversión fue mutua, no un asqueroso trabajo más con un paliducho de mierda.

El madero quería que estuviésemos en todo momento juntos, nos llevaron a la habitación más grade, una que parecía hecha para orgías, él estaba con dos a la vez, no sé como lo hacía, la verdad es que he de reconocer que el muy cabrón tenía dos porras, la oficial y la particular.

La calidad de la bebida espirituosa no es óbice para que el alcohol haga su efecto y al tercero ya estaba en el séptimo cielo con la maravillosa “pantera negra”; en verdad parecía que no mentían, me lo pasé de escándalo mientras estábamos en el momento bureo. La chica era una fiera insaciable que soltó su encarcelado carácter conmigo, tuve suerte nada más, me desfondó en un abrir y cerrar de ojos, tal vez ese era su propósito acabar pronto el martirio de estar con un desconocido, y yo, simplemente pensé que le gustaba.

Me despertaron un par de guantazos bien dados, de esos que te espabilan o te hacen cantar la Traviata, los que estos tíos habían entrenado con tanto empeño.

-        Arriba dormilón que esto no ha terminado.

-        ¿Qué pasa, joder, qué pasa?

-        Nada, tranquilo, te has quedado como un tronco; van a cerrar y tenemos que irnos. ¡Espabila!, refréscate la cara, de vuelta conduces tú.

El camarero y el grandullón estaban plantados en la puerta de la habitación esperando que  nuestra salida del local no fuese problemática, las chicas ya se habían quitado de en medio y yo acababa de vestirme cuando el director de orquesta comenzó su obra.

-        Está tu jefe por ahí, tengo que hablar con él.

-        Lo único que tiene que hablar es tu cartera para liquidar la cuenta que tenéis pendiente. – dijo el grandullón-

-        Que gorila más sutil; a ver matón de tres al cuarto, descerebrado de los huevos, transmite el mensaje de mi colega y a ver que dice tu jefe; no creo que seas el que toma decisiones aquí.

-        Te vas a enterar gilipollas.

-        Para, espera a ver qué es lo que quieren. – Dijo el camarero-

-        Un negociete muy lucrativo.

-        ¿De qué se trata?

-        Si no te importa, “Señor Barman”, se lo diré al que parte el bacalao.

El camarero dudó un instante, pero luego fue por uno de los pasillos seguramente a consultar la entrevista.

-        Está bien tienes cinco minutos.

Nos acompañaron a la oficina del dueño, en el local ya no había nadie, las chicas se habían esfumado como por arte de magia, sólo quedábamos nosotros y los dos matones.

“Buenas noches señor”, le dijo el veterano al mafioso extendiendo la mano que se quedó compuesta y sin novio, el gordo con el puro y su puñado de oro en los dedos y las muñecas no fue nada cortes y eso no le hizo gracia, pero continuó la farsa.

-        Le propongo una transacción rentable.

-        No te enrolles, es tarde, estoy cansado y hasta los cojones del invierno, así que no tengo paciencia para tonterías; si tienes algo que vender dilo rápido.

-        Bueno, bueno, quería ser educado, pero al grano; tenemos cincuenta cajas de whisky del bueno a un precio sin competencia.

No sé si sería que el tipo estaba mosqueado, que no le entró bien o que simplemente quería cerrar y largarse, pero esto provocó que los acontecimientos se desencadenasen sin tregua.

-        A tomar por culo; se acabaron las tonterías.

Dijo sacando su pistola y haciendo una señal a su socio que hizo lo propio.

-        A ver gordo de mierda, yo soy un tío educado, no como tú; cuando un hombre ofrece la mano hay que dársela, sea quien sea, así sabrás de que pasta es, sólo por su forma de darla y la fuerza con la que aprieta, te has perdido esa parte, pero te voy a enseñar el resto.

Los tres se quedaron de piedra a la espera de que siguiera con su charla. Los colocaron sentados en un sofá que tenían en la oficina y fue directo al meollo de la cuestión.

-        Sigamos con las formalidades; el alto que no lleva pistola, porque no le hace falta, es el Señor Malaleche, cuando se le cruzan los cables no hay quien lo pare; este coleguita de aquí, que por cierto es de gatillo fácil, os lo digo por si por esa cabeza de burros pasa algo extraño- dijo mirando a los matones-, es el Señor Nometoquesloscojones, y yo, yo soy el Señor Infierno. Hechas las presentaciones te puedes imaginar que nada de lo que hagamos a continuación nos supone un problema.

-        ¿Qué quieres?

-        Venimos a recaudar los impuestos que no pagas; abre la caja fuerte despacio y sin tonterías.

El tipo se levanto e hizo exactamente lo que le estaban ordenando, sabía que no amenazaba en vano; su tranquilidad y la forma de ejecutarlo todo, demostraban que eran profesionales y que tenían toda la información precisa para llegar hasta el final, así que cuando abrió caja y se sentó de nuevo en el sofá ni pestañeó.

-        Señor Malaleche busca algo para llevarnos lo que hay aquí.

Encontré unas bolsas de basura de esas grandes duras y las llené con los paquetes y el dinero, parecía un Papá Noel  necrófilo con los bultos negros a la espalda.

-        Ve al coche y espéranos en la puerta, tranquilo, sin prisas, pero tenlo a punto en la entrada. Las llaves de la oficina y de la puerta de la calle. – Le dijo al gordo-

Salí disparado, pero antes de abandonar la estancia, un impulso desconocido me hizo echar un último vistazo; el novato sacó un revólver que parecía de la Segunda Guerra Mundial de  su cintura y esperó que saliese de allí.

Lo de “tranquilo, sin prisas” tenía que practicarlo más; en cuanto abandoné el pasillo me corrí los cien metros lisos con los veinte paquetes de mercancía y los fajos de billetes a cuesta, los cargué en el maletero y coloqué el taxi en la entrada, el terreno estaba despejado, el camionero ya se había ido. Tres detonaciones sordas y contundentes me hicieron sospechar lo peor, estaba de mierda hasta el cuello, cómplice de asesinato, ahora sí que ya no había marcha atrás; ellos salieron del local como si lo hiciesen de la ópera, comentando  apaciblemente la escena, un acto que les había sonado bien; cerraron la puerta sin acaloramientos, como si fuese su casa y se subieron al vehículo charlando.

-        Te voy a dejar conducir porque estoy un poco cansado y eres un profesional del volante.

-        Ya puedes estar contento, en doce años, el cabrón este, no me ha dejado coger el volante ni una vez.

-         Porque tú conduces de pena y él es un profesional, no es nada personal. –Añadió-

Se acopló en el asiento posterior, al joven le tocaba ir de copiloto; al alejarnos del club vi por el espejo retrovisor como salían llamas y humo por las ventanas y saltaban los cristales, no sabía si las chicas permanecían en el interior, si la “pantera negra” que me había dado unos minutos de éxtasis y felicidad carnal se estaba abrasando en ese antro convertido en horno; mal final para todos.

-        Esto es así, no lo pienses, tómalo como una limpieza, el fuego lo purifica todo, tenemos que cubrirnos las espaldas sobre seguro; yo sé bien cómo funciona el tema, llevo mucho en esto sin complicaciones; conduce y relájate, no te arrepentirás.

El joven, al igual que su maestro, se rindió a los pocos kilómetros para caer en las manos del dios del sueño, el viaje se convirtió en una larga conversación interior entre mi conciencia y mí nueva condición; miraba sus rostros una y otra vez procurando averiguar el pasado de estos particulares personajes, sus antiguas peripecias. Imágenes de todos los colores y tamaños se paseaban absurdas por mi mente configurando paisajes turbios y exitosos entremezclados, me veía apresado, en una mansión en el Caribe o simplemente de transportista de este entramado en la misma medida, pretendiendo predecir mi futuro junto a ellos.

La oscuridad comenzaba a perecer lentamente, el crepúsculo sacaba sus brazos para apartar las tinieblas y devolver a la capital la vida, estaba reventado, no me di cuenta de que una patrulla de picoletos se acercaba por retaguardia, silenciosos pero efectivos. Cuando vi que encendieron las luces de los rotativos miré el cuentakilómetros y me percaté que estaba pisando más de la cuenta el acelerador, iba a ciento ochenta.

-        Espabilad que tenemos compañía, ¡Eh!, que os despertéis coño, que la Guardia Civil me está echando las luces.

-        ¿Qué pasa? ¡Mierda los nuestros!

-        Tranquilos, dejadme hablar a mí, seguid el protocolo, las manos a la vista y calma, mucha calma, yo me encargo.

Nos detuvimos en el arcén, el agente marcó los tiempos como le habían enseñado, seguí sus instrucciones como un camaleón, con movimientos suaves y comedidos:

-        Buenas noches, pare el motor, quite las llaves del contacto, carnet de conducir y  permiso de circulación del vehículo por favor.

-        Compañeros trabajando, me permites sacar la documentación para que lo compruebes. –Dijo el viejo sin esperar ni un segundo-

-        Despacio.

Los dos sacaron las carteras y las mostraron, yo tenía la del joven delante de la cara, el veterano se la mostró por encima de mi hombro izquierdo, nunca he estado más  acorralado por la ley que en ese instante; hasta entonces había pensado que eran policías; cuando tuve sus placas en pleno rostro comprobé que eran de la Guardia Civil.

-        Este hombre es un confidente que ayuda en una investigación, estamos en plena faena, siento no poder darte más explicaciones; es preciso que nos dejéis solos,  vuestra presencia hace peligrar la operación, muchos meses de trabajo se irán al garete, ¿supongo que lo entiendes?

El patrullero les miró fijamente, cualquier circunstancia por muy extraña que fuese podía ser una operación encubierta, así que nos dio su beneplácito, le hizo una señal al compañero que lo cubría y desaparecieron como habían llegado.

-        LLévanos  a casa  del viejo.

Estaba como si se hubiese tomado un tranquilizante, parecía de hielo, mi corazón sin embargo era la batería de un roquero en plena exaltación artística. Llegamos a destino sin más problema, sacaron la bolsa, el veterano cogió un buen fajo de billetes y me lo entregó, no se preocupó ni de contarlo, creo que quería tenerme contento.

-        Te lo has ganado, disfrútalos. Ya nos veremos.

Entraron en el portal sin más explicación, como el currante que llega de la obra; yo me puse a contar el dinero antes de mover una rueda, ¡joder! diez mil machacantes, entré en un delirio inexplicable; el vil metal me limpiaba el alma, dejando sin escrúpulos y exultante a un hombre condenado por sus actos, negado a entender una verdad inexorable, dispuesto a más emociones y más riqueza.

Con el tiempo me enteré de que habían sacado medio kilo de billetes y catorce de cocaína de gran pureza que en el mercado reportaban varios millones, para mí que se repartieron tres paquetes cada uno antes de darle al viejo gay todo el botín.

Me sentía otro hombre tras aquella experiencia, en verdad nunca volví a ser el mismo.

Al llegar a casa, Madrid ya estaba en plena efervescencia y mi mujer esperándome como una buena ama de casa.

-        Parece que has tenido una noche de perros.

-        Que va cariño, muchos viajes, la gente parecía que se había vuelto loca, que si taxi para aquí, que si taxi para allá; mira quinientos euritos. Toma cien para que te compres lo que quieras; yo me voy a dormir que estoy reventado.

Hay que darle a cada uno la verdad que espera, dejarlo que viva su realidad con la felicidad de un niño o de un conformista, yo comprendía que ella no se merecía el hombre que se había forjado tras esa máscara, así que quería que fuese feliz construyendo una mentira piadosa a su alrededor.

Los sueños nunca volvieron a ser los mismos; cambiaron para convertirse en evocaciones fantasmagóricas y pesadillas interminables; entré en el destructivo mundo de los somníferos para poder estabilizar mi conciencia y mi descanso. Ya sabéis, en este mundillo una cosa lleva a la otra sin remedio.

 

 

Juan Fco. Cañada